Mostovoi y diez más
Sábado 30 de junio de 2001, curiosamente el día de San Marcial, fue la fecha elegida para la disputa de la final de Copa del Rey entre Celta y Zaragoza. El escenario sería Sevilla y el estadio el mal llamado Olímpico de La Cartuja. El lugar no era el idóneo por las altas temperaturas que registra en verano la ciudad hispalense. Llegué a Sevilla un día antes de la cita. Fui en coche junto al resto de mi familia y la primera imagen que recuerdo es el bochorno que hacía, más de 40 grados marcaban los termómetros. Como curiosidad me alojé en el hotel que está dentro del estadio, así que pude ver el estado del césped de primera mano.
Al día siguiente todos nos enfundamos ropa de color celeste, aunque en mi caso llevaba la camiseta roja de dos temporadas atrás con el 9 de Revivo. Por las calles más céntricas de la capital andaluza se veía multitud de celtistas que buscaban cualquier sombra para resguardarse del sofocante calor. Lo que si quedaba claro es que eramos mayoría, que los más de 900 kilómetros de distancia no fueron excusa para que casi 25.000 seguidores se desplazaran a presenciar la tercera final de Copa del Rey de nuestra historia. Ganábamos en afición y también en lo deportivo, ya que a priori, eramos favoritos. El Celta terminó la Liga en sexto lugar y en Uefa nos eliminó el Barcelona en cuartos de final, a la que llegamos vía Intertoto. Quizás fue la temporada con más partidos oficiales y que podía tener el mejor colofón posible. Por su parte, el Zaragoza llegaba con el susto en el cuerpo, ya que se salvó en la última jornada del descenso y para ellos esta final era una hazaña, ya que su plantilla era inferior a la que nos arrebató el sueño del título copero siete años atrás.
Se acercaba la hora del partido y el estadio de La Cartuja era un hervidero celeste. La falta de previsión de la organización en la final, dejó sin agua a los espectadores y las existencias se agotaron antes del pitido inicial. Tal era el bochorno que el hotel no dejaba pasar a nadie que no estuviera alojado, ya que se veían desbordados ante tanta petición de bebidas frías. La posible deshidratación no amilinó a la parroquia celeste, que no dejaba de animar en los momentos previos al encuentro. El once del Celta asustaba: Cavallero; Velasco, Cáceres, Berizzo, Juanfran; Jayo, Giovanella; Karpin, Mostovoi, Gustavo López y Catanha. Mientras el Zaragoza apostaba por Lainez; Rebosio, Aguado, Paco, Pablo; Gurenko, Acuña, Jose Ignacio; Juanele, Vellisca y Jamelli. El técnico maño Luis Costa cambiaba el sistema por un 4-3-3, consciente del peligro que tenía el ataque vigués.Todo estaba dispuesto, alrededor de 40.000 espectadores en el estadio, más de la mitad del Celta. La afición había respondido con el mayor desplazamiento de la historia, la marea celeste había hecho su trabajo y ahora le tocaba el turno a los jugadores.
El colegiado madrileño, García Aranda, era el encargado de impartir justicia y por fin a las 21:00 horas sonó el pitido inicial. Corría el minuto 4 cuando un despeje de Laínez le caía a Mostovoi en tres cuartos de campo. El ruso comenzó a regatear, se fue de uno, de otro, un amago, un rebote afortunado y un toque suave con la interior de la pierna izquierda para batir al guardameta maño. El Zar desbordó la alegría y el júbilo entre los seguidores celestes, nos abrazábamos con gente que no conocíamos de nada. Daba igual, llevábamos la misma camiseta y remábamos en la misma dirección. Solo cuatro minutos tardó nuestra estrella en anotar un gol antalógico, de genio del balompié, un tanto que recordó a aquel que hizo al Real Madrid o al Barcelona en Liga deshaciéndose de todos los rivales que le salian a su paso, pero esta vez era en la gran cita, en la que daba un título. Nos veíamos campeones y ese fue nuestro gran error.
A partir del gol, el Zaragoza se hizo con el control absoluto del partido. Los jugadores eran presa de los nervios y mostraban su peor versión. Los acercamientos del rival eran cada vez más peligrosos y en el minuto 23, una falta lateral botada por el Toro Acuña la cabeceaba Aguado a la red. El marcador hacía justicia a los méritos de uno y otro. Lejos de reaccionar, el Celta seguía en su línea dubitativa y sin ideas, mientras el rival se crecía. Cavallero evitó con una buena intervención un cabezazo de José Ignacio que parecía gol. Los ataques zaragocistas eran cada vez más peligrosos y en uno de ellos el mediocentro riojano fue derribado en el área por Berizzo para evitar que marcara el segundo. Jamelli fue el encargado de ejecutar la pena máxima y no falló. Los maños remontaban el encuentro en el minuto 37, pero todavía quedaba tiempo para nuestra reacción. La preocupación invadía a los celtistas, ya que sus jugadores parecían agarrotados en el partido clave de la temporada. Todos confiábamos en que la charla de Víctor Fernández sirviera para cambiar la actitud y el juego del equipo.
En el segundo acto cambió el guión, ya que el Zaragoza dio un paso para atrás, dejando la posesión al Celta y buscando el contragolpe como arma para hacer daño. Tener el balón nos favorecía, pero nos costaba elaborar jugadas que terminaran en ocasiones. El único que parecía tener algo de luz en medio de la oscuridad era Mostovoi, que parecía desesperarse con el desacierto de sus compañeros. Además del ruso, también la afición se dejó la garganta intentando llevar a los suyos hacia la victoria. El equipo atacaba con más corazón que cabeza y Catanha fue el primero que creó peligro con un testarazo que se fue alto. Pasaban los minutos y seguíamos con falta de ideas, así que el míster arriesgó metiendo a Edú por Velasco. No cambió mucho el encuentro con esta sustitución y parecía que solo un jugador de nuestro equipo quería ganar el partido: el Zar. Él se erigió en protagonista e inventó una jugada maravillosa. Cerca de la línea de fondo le hizo un caño de tacón a Rebosio y su disparo salió rozando la escuadra. El 10 se echaba las manos a la cabeza al igual que los 25.000 celtistas en la grada. Solo la mala suerte privó a Mostovoi de marcar otro gol antalógico y de crack mundial.
Se acercaba el final y el encuentro se convirtió en una correcalles con los vigueses volcados y los maños perdonando a la contra. Quedaban dos minutos y otra vez apareció el ruso, cuyo disparo desde la frontal pasó rozando el larguero. Cuatro minutos de descuento y de impotencia porque se nos escapaba de nuevo la Copa. Y con el tiempo cumplido Yordi puso la puntilla al marcador con el tercer tanto para los aragoneses que cerraba la final. Otra final perdida, la tercera en nuestra historia, y otra vez el Zaragoza.
En noventa minutos pasamos de la alegría inicial a las lagrimas al final. Fue un duro varapalo del que no nos hemos recuperado. Aquel día el celtismo comenzó a morir lentamente. La gente se empezó a cansar de jugar bien y no ver ningún trofeo en el museo y dejó de ir a Balaídos. Ni la Champions se disfrutó como se debería.
Diez años después nos preguntamos por qué en el partido más importante solo jugaron Mostovoi y diez más. Dónde estaban aquella noche las internadas de Karpin, los centros de Gustavo, el olfato de Catanha, la brega de Giovanella o la seguridad de Berizzo. Si de algo servió esta derrota fue para elevar a los altares al jugador más grande que vistió la camiseta del Celta. Fue el único que no se arrugó y que se dejó la piel hasta el pitido final. Ese día nació la idea de crear una estatua del Zar en Vigo, que nunca se llegó a construir. Sus lagrimas fueran las de todo el celtismo. Quién sabe si esa fue nuestra última oportunidad de lograr un título.
Marcial Varela